Ningún discurso sobre la posibilidad del turismo responsable puede evitar una reflexión mayor que seguramente acabe poniendo en cuestión el modelo económico sobre el que venimos organizando nuestra sociedad.
El turismo —los datos son de antes de la pandemia pero todo indica que se pretende que sigan así o incluso vayan a más, por eso los conjugo en presente— es el negocio que más crece en el mundo: supone más del 10% del PIB del planeta y es el cuarto sector en importancia tras el comercio, las finanzas y los hidrocarburos, con los que, por cierto, tiene muchísima relación.
El turismo es, de hecho, una actividad económica transversal que tiene que ver con casi todas las otras —además de las ya citadas, y por poner sólo algunos ejemplos: transporte, inmobiliaria, tecnología…— y que históricamente ha sido la puerta de entrada del capitalismo en nuevos territorios y también la solución fácil y rápida para momentos de crisis en aquéllos que tenían sus prioridades en otros asuntos.
Por eso digo que, salvo que se haga un ejercicio de cinismo, no se puede pensar sobre la responsabilidad en el turismo sin hacerlo sobre la que debería haber en la economía en general y en nuestra propia existencia.
El reciente informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) lo dice claro: el calentamiento global provocado por nuestra forma de vivir ya está aquí y ya es una tragedia, estamos abocados al colapso o incluso a la extinción salvo que transformemos inmediatamente la realidad de forma radical y para siempre.
Para que se entienda el reto: deberíamos mantener un descenso anual de las emisiones del 7% durante las cinco próximas décadas, es decir, hacer cincuenta años lo que hicimos durante los meses de confinamiento (no tanto quedarnos encerrados en casa como conformarnos con poco más que lo esencial).
Pero el clima no es la única autopista a la ruina. La escasez de petróleo de acceso barato y de otras materias primas básicas para mantener el movimiento es otra amenaza constante como lo es la forma de crecer a partir del endeudamiento y, por eso, de engordar la próxima crisis hasta que sea la definitiva. Con todo ello, el turismo también tiene mucho que ver.
Si fuera un país —otra vez son estimaciones de antes del Covid-19—, el turismo sería el tercero más contaminante. El sector es responsable de aproximadamente el 8% de las emisiones de gases de efecto invernadero, de las que el 75% vienen del transporte, principalmente de los aviones, y el 20% del alojamiento. También está estrechamente vinculado al modelo de economía financiarizada y globalizada, que sólo entiende el crecimiento exponencial a través del endeudamiento y que deja escasa rentabilidad real en las regiones donde opera.
Porque es verdad que el turismo genera empleo —en torno al 10% del trabajo existente en el mundo—, pero también lo es que asumimos la cantidad admitiendo una calidad dudosa: el empleo turístico tiende a ser estacional, temporal y precario.
En un contexto así, ¿qué es lo más responsable? Seamos claros: viajar lo justo pero, sobre todo, encontrar la manera de exigir que los límites y las responsabilidades no se dejen al consumo individual. Porque sólo desde el cinismo se puede hablar de transición ecológica, de desarrollo sostenible y de planes estratégicos para el 2050 mientras se aprueban y aplauden ampliaciones de aeropuertos.
Hay que reducir drásticamente los viajes en avión y para hacerlo se necesitan visiones y decisiones conjuntas de administraciones regionales, nacionales e internacionales. Y hay que hacer mucho más.
Hay que proteger los recursos y entornos naturales y renunciar a convertirlos en atracción. Hay que cuidar el aire, el agua y la tierra como si fuesen los elementos que nos dan la vida porque, efectivamente, lo son.
Hay que defender la función social de la vivienda y priorizar la vida digna sobre las cuentas de resultados de los grandes capitales inmobiliarios.
Hay que aclarar que existe el derecho al descanso pero no al turismo, que es un producto con muchas contraindicaciones, aunque no tenga etiqueta que las explique.
Hay que pensar en otras actividades económicas que aporten más y quiten menos.
En definitiva y en realidad, lo que hay que hacer es plantear una forma de vivir que no tenga que ver con un crecimiento eterno que ya está claro que no es posible.
Como todo esto suena complicado y, en cualquier caso y aunque haya urgencia, largo, ¿qué podemos ir haciendo? Ya está dicho: viajar lo justo.
El turismo es un asunto complejo también porque, viajes de trabajo aparte, lo entendemos como gratificación, como un regalo que nos hacemos porque nos lo hemos ganado. Por eso, incluso las personas que ejercen diariamente el consumo responsable se olvidan en muchos casos de esa autoexigencia cuando se trata de irse por ahí. Pero hay que tenerlo claro: el turismo es una de las formas de consumo que más costes asociados tiene.
Practicarlo de forma responsable requiere coger los menos aviones posibles. Tratar de visitar lugares no saturados y pasar por ellos dejando el mínimo impacto posible. Lograr que el gasto recaiga realmente en las economías locales y no en grandes corporaciones internacionales. Alojarse y consumir allí donde garanticen salarios y condiciones de trabajo dignas para sus empleados.
El verdadero turismo responsable requiere, por eso, abrirse paso a machetazos entre la espesura de la descomunal oferta del turismo irresponsable.
¿Cuánto sabemos de las ventajas impositivas que tienen las líneas aéreas y de las ayudas que están recibiendo de los gobiernos para pasar el trago pandémico? ¿Dónde pagan sus impuestos las grandes cadenas hoteleras? ¿Por qué se saltan algunas de ellas sus convenios laborales a través de subcontrataciones? ¿De verdad no es posible actuar contra las plataformas de viviendas de uso turístico (VUT)? ¿Dónde están los criterios sociales y medioambientales en las poderosísimas agencias de viajes online a través de las cuales contratamos casi todos los viajes?
Ahora mismo, Las Kellys, el sindicato de camareras de piso que más y mejor ha visibilizado la precarización del empleo turístico, están de crowdfunding para montar una central de reservas que proponga sólo alojamientos que garanticen trabajo justo y de calidad. Algo así también están impulsando los sindicatos UGT y CCOO junto a la Universidad de Málaga.
Existe una plataforma de VUT cooperativa y con vistas lejanas al bien común llamada FairBNB que ya opera en algunas ciudades de Europa. Como éstas, hay muchas otras propuestas y proyectos que tienen complicado sobresalir entre la masiva oferta de la industria turística convencional.
Conclusión: no es fácil viajar bien y por eso lo más responsable es viajar poco. Pero lo verdaderamente necesario es exigir a quienes tienen mando un cambio que va mucho más allá del modelo turístico: una transformación del modelo económico que asuma que, aparte de imprescindible, es más sano e igual de satisfactorio parar de moverse y de crecer.
Pedro Bravo
Escritor, periodista y experto en comunicación, lleva años analizando los fenómenos urbanos y escribiendo sobre ello. En “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), investiga y expone las causas y consecuencias del turismo masivo en todo el mundo.