Ciudades caminables, cafés y plazas cómo centros de reunión definen la identidad de Europa
Tras las últimas declaraciones del presidente del Eurogrupo –el holandés Jeroen Dijsselbloem– que, tras reconocer que “la solidaridad es extremadamente importante”, añadió: “no puedo gastarme todo mi dinero en licor y mujeres y a continuación pedir ayuda”. Posteriormente, en lugar de pedir disculpas por su grosería, justificó la misma por “la estricta cultura del calvinismo holandés”. Recordé una novela leída en mis años de adolescencia. “Momo”, o la extraña historia de los ladrones de tiempo, (Alfaguara 1978) del alemán Michael Ende.
El Sr. Dijsselbloem me recuerda a los “hombres Grises” –personajes de la novela de Ende- que representaban al Banco del Tiempo e inculcaban a la población la necesidad de ahorrar tiempo, para ganar la vida. Sin embargo, los “hombre grises” eran unos embaucadores pues, paradógicamente, cuanto más tiempo ahorraba una persona dejando de hacer todo lo que era considerado una pérdida de tiempo, como la conversación, el arte, la imaginación o el sueño, más posibilidades tenía de perder lo que da sentido a la vida.
Cómo cura frente a “los embaucadores” de hoy, recomiendo la lectura de “Cómo ser europeo” (Siruela, 2011), del también holandés, Cees Nooteboom, que recoge distintas conferencias de este escritor cosmopolita, varias veces candidato al Nobel, que pasa su vida entre Amsterdam, Berlín y Menorca.
En sus “Recuerdos europeos” – capítulo del libro en el que narra las 10 experiencias, que han marcado su vida y su concepto e idea de Europa-, Nooteboom considera la más relevante un viaje en auto-stop a través del continente, en el que aprendió que su destino era el sur: el mundo mediterráneo. “Si es que tengo conclusiones que formular para el bien de esta Europa, la nuestra, –afirma- podrían ser las siguientes: Que todos los pueblos que la han integrado en el pasado sigan integrándola en el pleno sentido de la palabra; que los grandes aprendan de los pequeños y de su historia;…que el sur no intente imitar al norte en su búsqueda de una modernidad sin alma; y que el norte sepa contemplar detenida y atentamente al sur, con su ritmo y sus tradiciones, y por sur entiendo el verdadero sur, aquél del que todo proviene”.
Nooteboom, sin ser español, es un enamorado de nuestro país, porque ha descubierto su esencia, como ya hiciera Unamuno, a través del paisaje, de su arte, su lengua y sus costumbres.
Esa riqueza es común a otros países del Sur, especialmente Grecia –donde nace la Filosofía occidental- e Italia donde nació – el Derecho occidental y el Renacimiento.
Cómo bien escribiera, el también cosmopolita escritor George Steiner, en su ensayo “La idea de Europa” (Siruela, 2015) entre las señas de identidad de Europa se encuentran, muy singularmente, sus cafés, “repletos de gentes y palabras” y su paisaje “caminable”.
Desde luego, los cafés siempre se han identificado como sitios de encuentro de políticos, de escritores y de artistas. Basta rememorar a todos aquéllos que los transitaron y “echaron sus horas” por cafés míticos, como “El Florián” en Venecia, o “El Greco” en Roma, “El Procopé” en París, “El Brasileira” en Lisboa, “El Central” en Viena, o “El Gijón” en Madrid.
La segunda idea que para Steiner caracteriza “Europa” es que la geografía del continente “está hecha a la medida de los pies”, diferenciándose así de la de Asia, América o África, donde existen grandes extensiones de terreno inmensas, deshabitadas e inhóspitas.
Ambas ideas: el lugar de encuentro y comunicación y el acercamiento personal a pie, se unen de manera singular y primigenia en las ciudades y pueblos del Mediterráneo y nos remiten a una “cultura” donde el tiempo y cómo “gastarlo” tiene una faceta relacional intrínseca.
Ya, en los siglos V y IV a. d. C., el Ágora de las ciudades estado- griegas, era un espacio abierto, centro del comercio, de la cultura y de la política.
Más tarde esa forma de entendimiento del lugar común, continuó en el Foro Romano y de ahí pasó a las plazas de las ciudades medievales europeas, donde los comerciantes y campesinos instalaban sus mercados y dónde tenían lugar los principales acontecimientos de la ciudad, desde las celebraciones festivas hasta los autos de fe.
Siguen siendo esas mismas plazas, ya sea de grandes o pequeñas ciudades, singularmente en los países del Sur de Europa, un lugar de encuentro y punto de reunión para la población, donde además suelen situarse los cafés más conocidos.
Hace tan solo unos meses la hija de unos amigos americanos, recién afincados en nuestro país, se mostraba extrañada, cuando por primera vez vio en una plaza un nutrido grupo de personas, ancianos y niños, pasando la tarde. En las ciudades y pueblos de Norteamérica no existen las plazas como centros de reunión, de tertulia y de intercambio de comunicación, tampoco su paisaje es “paseable” porque no lo permite, si quiera, su propia magnitud.
En las últimas décadas los centros de las ciudades europeas se han ido despoblando y han pasado a ser ocupadas por grandes almacenes y franquicias. Se han creado, a las afueras de las ciudades, urbanizaciones y grandes centros comerciales, al modo americano y se ha perdido en buena medida la idiosincrasia propia de las ciudades Europeas. Es sin duda en los países del Sur, dónde sus ciudades aún paseables, conservan las plazas y los cafés como centros de reunión.
Todos los paisajes europeos y también de fuera de Europa, los transitó Nooteboom. De ahí que el mismo tenga una visión de “Europa” más abierta y cosmopolita que la del Sr. Dijsselbloem, al que habrá que recordar precisamente que si Europa quiere sobrevivir, ha de preservar su propia esencia e identidad. Identidad, que no se debe olvidar viene del Mediterráneo –cómo descubriera Nooteboom- antes que de otro lugar, y particularmente de sus cafés y sus plazas, entendidos como centros de reunión, diálogo y convivencia, tal y como describe Steiner.
Por eso mismo, cafés, plazas, y ciudades caminables – como medio idóneo de entender y desenvolver la vida-, son hoy, absolutamente reivindicables frente a un mundo tecnológico e individualista, en el que la persona vive esclavizada por el rendimiento económico, la competitividad y la superación individual, con escaso tiempo e interés por cultivar las relaciones humanas sin réditos mercantiles de por medio.
Luis Suárez Mariño | Abogado y Consultor