Podemos entender la ciudad como una ordenación de materiales, en edificios y calles, que a su vez organiza el movimiento de nuestros cuerpos y nuestra experiencia. La ciudad es también un conjunto de normas, que dictan qué debemos hacer y como debemos comportarnos en cada uno de sus lugares. No respetar estas normas nos haría caer –supuestamente– en un comportamiento “incívico”, que no contribuye al correcto funcionamiento de la comunidad.
Un buen ejemplo de esto es la forma en la que nos comportamos en casa o en la calle. El interior de nuestras casa es el lugar para el descanso y para los cuidados. Nuestro comportamiento en el espacio público está, en cambio, cada vez más ligado al tránsito, pero la movilidad en los espacios públicos nunca es completamente libre. El diseño urbanístico, la arquitectura (las vallas, los muros o los setos) o la señalética (señales de tráfico o elementos como semáforos y pasos de cebra) organizan inevitablemente nuestros movimientos. A todos estos elementos se suman, desde hace algunas décadas, otro elementos mucho menos visibles que limitan –siempre de forma pasiva– el uso que damos a determinados elementos y lugares del espacio público. Estos elementos se integran en la estética de la ciudad casi pasando desapercibidos: podemos encontrar bancos públicos con forma de silla individual o con reposabrazos, soportales con pinchos de hierro incorporados, asientos extrañamente inclinados o formas puntiagudas que proliferan bajo los puentes o carreteras elevadas.
Estos elementos pueden parecer inocuos, e incluso estéticos, pero su función principal es limitar y organizar nuestra ocupación de calles y plazas. Estos elementos intentan crear una separación entre lo que hacemos en la calle y en casa, impidiendo que hagamos acciones como descansar o reunirnos lugares públicos. Esto no es un problema para la mayoría de los habitantes de la ciudad, pero existen colectivos más débiles, como los “sin techo”, que no pueden diferenciar su comportamiento público del privado, pues directamente no poseen un hogar. Para estos colectivos, que ya se ven obligados a transgredir los usos del espacio público por pura necesidad, estas medidas significan una forma más de exclusión social.
Frente a la proliferación de estos elementos están surgiendo algunas reacciones, como el hilo que publicó en Twiter el pasado diciembre el usuario Chad Loder denunciando este tipo de prácticas de arquitectura hostil.
También en Twitter el hashtag #HostileArchitecture permite visibilizar casos de diseño hostil por todo el mundo.
En el campo profesional diferentes artistas, diseñadores y arquitectos están denunciando o proponiendo soluciones a este tipo de “diseño hostil”. Por ejemplo, Stuart Semple, un artista británico lanzó hace unos años la plataforma Hostile Design para recopilar y denunciar este tipo de casos después de que el ayuntamiento de la ciudad donde vive –Bournemouth, en el condado de Dorset– instalase barras de acero en numerosos bancos públicos del centro de la ciudad. El principal objetivo de la plataforma es crear consciencia sobre el llamado “diseño hostil”, creando un archivo visual de este tipo de mobiliario.
Otros artistas que utilizan la fotografía también para denunciar este tipo de arquitectura defensiva son Nils Norman o James Furzer.
Otros creadores van más allá de la denuncia, utilizando el diseño para satirizar o crear soluciones a este tipo de mobiliario. El escultor Fabian Brunsing diseñó en el 2008 la pieza “Pay & Sit”. Su diseño imitaba a un banco corriente, pero estaba equipado con unas púas retráctiles de metal. Estas púas se retiraban por un tiempo limitado al insertar algunas monedas. Este proyecto fue desafortunadamente adaptado posteriormente aplicado de forma real en el Parque de Yantai, en la provincia de Shangdong.
Otra iniciativas que intentan proponer una solución a este tipo de mobiliario puede ser el banco que diseñó la arquitecta Sean Godsell en el 2002. Este banco está diseñado con una superficie con dos planchas. La plancha superior se puede levantar para crear un pequeño espacio seguro donde descansar.
En esta linea también podríamos mencionar los Archisuits (2005-2006), una propuestas de la artista y diseñadora Sarah Ross. Estos trajes permiten adaptar el cuerpo a diferentes estructuras arquitectónicas hostiles de la ciudad de Los Ángeles. Los trajes incorporan unas “extensiones” que permiten adaptarse estas estructuras hostiles para neutralizarlas.
Otro colectivo que está denunciando a este tipo de arquitectura es Enmedio, ubicado en Barcelona. Enmedio es un colectivo a medio camino entre el arte contemporáneo, el diseño y el activismo. Su proyecto Mundo Valla pretende reflexionar sobre los distintos tipos de vallas:
“El mundo se ha hecho valla. Una gran valla hecha de muchas otras vallas. Vallas de tablas, vallas de espino, vallas hechas de materiales metálicos muy resistentes. Vallas duras, vallas blandas. Algunas vallas son tan blandas que no llegan a ser ni tan siquiera físicas, las llevamos instaladas en nuestro cerebro permitiéndonos ver tan sólo una parte del mundo. Son prejuicios, concepciones, estigmas. También hay vallas bonitas, tan bonitas que nadie diría que son vallas. Bellas vallas que reprimen nuestros actos sin que apenas lo notemos”.
Leónidas Martín, miembro del colectivo, opina en un artículo que escribió para el simposio “Social Design / Public Action” en la University of Applied Arts de Viena (y que puede leerse en su web) que estos diseños son una expresión del comercio y sus objetivos, herramientas para limitar los usos del espacio público que no convengan al “espíritu del mercado”:
“A simple vista, estos elementos pueden parecer irrelevantes, pequeñas piezas urbanas que no merecen mayor consideración. Sin embargo, a mi modo de ver estos fragmentos representan, aún ocultándolo, el espíritu del modelo económico y político que los ha creado: el espíritu del mercado.”
A partir de este concepto el colectivo ha realizado varios talleres para aprender a reconocer, estudiar como funcionan y pensar posibles formas de subvertir este tipo de diseños.
Como decíamos al principio estos elementos de diseño (hostil) pretenden limitar es uso del espacio público, dificultando actividades no ligadas al consumo, como puede ser descansar o reunirse. Estas estructuras discriminan a colectivos especialmente vulnerables como son los indigentes o los “sin techo”. Colectivos que son incapaces de adaptarse a las exigencias de una sociedad basada en el mercado. El diseño de los espacios públicos puede apostar por lo inclusivo, como cuando se incorporan rampas para mejorar la accesibilidad, pero también puede favorecer la discriminación. La función real de estos “pinchos y reposabrazos” es siempre higiénica, pero no pretende eliminar del espacio público plagas o enfermedades, sino a las clases más bajas, a aquellas que no pueden consumir. El diseño de nuestras ciudades debería estar pensado para mejorar la vida de sus habitantes, no para empeorarlo.