“No hay manera de salir del orden imaginado. Cuando echamos abajo los muros de nuestra prisión y corremos hacia la libertad, en realidad corremos hacia el patio de recreo más espacioso de una prisión mayor”.
Yuval Noah Harari en De animales a dioses.
Uno de los principios que nos rige a las personas como especie es el ser sociables. En estos días mucha de esa lógica la resumimos en el concepto de la empatía, pero ese “ponerse en el lugar del otro” implica “saber del otro tanto como de uno mismo”. Si no, no sirve. Pocas sensaciones son tan absurdas como la de “sé lo que sientes” cuando nunca has pasado por la situación del otro.
La pandemia nos ha sumergido en una serie de experiencias que nunca habíamos visto o vivido y que nos han puesto “en el lugar de muchos”, de una manera metafórica y de una manera real.
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Hábitat bajo el agua
El submarino K 141 Kursk de la armada rusa, con 118 tripulantes, naufragó el 12 de agosto de 2000 cuando realizaba maniobras de entrenamiento en el mar de Barents.
Uno de sus misiles explotó inesperadamente, generando una reacción en cadena que sumergió al submarino de manera definitiva.
Días después, cuando consiguieron reflotarlo, se encontró más de una nota en el bolsillo de uno de los últimos fallecidos: una personal a su mujer y otra que, de alguna manera, desmontó la explicación original de las autoridades, según la cual habría muerto toda la tripulación casi de inmediato.
«11:45. Está demasiado oscuro para escribir, pero lo intentaré a tientas. Parece que no hay ninguna oportunidad de sobrevivir, tal vez un diez por ciento. Esperemos que alguien pueda leer estas palabras. Saludos a todos. No hay que desesperarse».
¿Cuál es la pulsión que empuja a alguien en una condición similar a escribir, a procurar una comunicación con “alguien” incluso a sabiendas, cómo él mismo dice, el trágico final que se ve como desenlace?
Hay un compendio de razones e impulsos, pero sin duda uno es la necesidad humana de comunicar el estado y la presencia. Esto ciñe íntimamente una reflexión que tiene que ver con el otro, mi presencia y que la otredad sepa de mí; y por otro lado, la conciencia personal de que existo.
Ambas, sobre un lienzo en blanco que es la arquitectura.
Hábitat bajo la guerra
Durante la guerra -bueno, en realidad, antes de ella-, en 1929, la comisión internacional de peritos de Cruz Roja para la protección de civiles contra la guerra química organiza en Roma un congreso donde Georg Tuth, profesor de la escuela de Darmstadt, cuantifica en un millón de habitantes, la necesidad de protección frente a agresiones aéreas termoquímicas, químicas y explosivas, y propone la construcción de 2000 refugios subterráneos, cada uno con una capacidad de 500 personas.
Posteriormente, en 1931, el Gobierno francés estableció una normativa para refugios de guerra que prontamente fue traducida por el Ministerio de la Guerra. Sobre la base de esta información, la Inspección General de la defensa contra la aviación, del Ministerio de la Guerra, desarrolló el concepto de defensa pasiva para la población civil, dividiendo en los sistemas de guerra química, refugios, brigadas de socorro, tratamiento de contaminados y lucha contra incendios.
En 1935, la dirección de defensa soviética antiaérea edita un libro en Moscú sobre refugios para la protección de la población civil, que igualmente fue traducido al español, para tomar buena cuenta de los elementos prácticos que eran de utilidad.
Todos estos son antecedentes con los que se establecerá el Plan de Construcción de Refugios Antiaéreos y con los que el 10 de agosto del 1935 mediante decreto se establecen los criterios de defensa pasiva y se crea un Comité Nacional de Defensa Pasiva constituido por varios ministerios y con un gran sentido civilista, a partir del cual se crearán los comités provinciales y los encargados locales de la construcción de refugios.
La cantidad de los mismos, a día de hoy, sigue siendo complicada de determinar, puesto que conforme se desarrollan intervenciones urbanas, públicas o privadas, siguen apareciendo.
Sin embargo, y afortunadamente, existe una sensibilidad casi generalizada al valor de este patrimonio, de tal suerte que la puesta en valor avanza, como dan buena cuenta ciudades como Barcelona, Madrid, Almería o Alicante.
De sobra está decir que este mismo fenómeno se ha dado en países en los que la desgracia de la guerra golpeó incluso con mayor severidad como Inglaterra o la propia Alemania.
Sin embargo, y ya que los testimonios, por obvias razones cronológicas, van siendo cada vez menos, se ha hecho un esfuerzo por documentar las difíciles circunstancias en las que los testigos narran los sentimientos de angustia y desesperación que se vivían en el interior de los refugios.
Lugares en los que, aunque cortos, los momentos de confinamiento serían una estancia, una arquitectura de confinamientos que nos pone entre la muerte y una nueva oportunidad de vida.
Hábitat del fin del mundo
Existen datos de presencia de señales luminosas en las costas que se remontan a más de 200 años antes de Cristo; y hay investigación y bibliografía de sobra de la evolución de los faros como tales en toda su historia. No obstante, es particular el incremento que se generó en el siglo XIX, a propósito del gran crecimiento de la navegación debido a la globalización del comercio marítimo, el desarrollo de la tecnología naval y la expansión colonial.
La tecnología de los faros acompañó esta evolución en sus tres elementos fundamentales: la calidad de la iluminación, la arquitectura de los edificios que los sustentaba y la alimentación de energía.
En 1842, en España se constituyó el “Comité de Faros”, para encargarse de su administración a nivel nacional. Se crearon grandes escuelas de fareros y la profesión en sí misma alcanzó un nivel que podríamos comparar al actual de los controladores aéreos.
En el resto del mundo, el proceso fue similar. Recordemos que, por las características geográficas, España nunca ha dejado de ser una referencia importante en temas navales, la diferencia sí que estaba en que la épica marítima está en condiciones extremas, esas condiciones que desde Poe y su “Faro del fin del mundo”, pasando por adaptaciones cinematográficas de la misma novela y decenas de películas al respecto, ciñen el concepto del faro preponderantemente al aislamiento, la soledad y la carencia de relaciones urbano-sociales.
Este fenómeno que no deja de vivirse en una construcción en un edificio particular con una metáfora, dar la luz a otros, ver por otros, a costa de un sacrificio propio que puede llevar a niveles inverosímiles. Perder la vida por otros, en una tarea de cuidar a otros, en esa, otra forma de confinamiento.
José Luis González ha publicado en Menguantes, el Breve Atlas de los Faros del Fin del Mundo, un libro de esos que traspasa lo narrativo y lo histórico, llegando al fetichismo del objeto.
Con una parte cartográfica y una arquitectónica que llega al detalle y que pone en valor la arquitectura inédita y extrema de poco más de una decena de faros.
Plasma historias con una narrativa cuyo denominador común es el costo humano del sacrificio de los fareros, las condiciones extremas de su labor, una condición de un confinamiento laboral que muchas veces lleva al fin de su vida.
La arquitectura es inmaterial
He procurado ejemplificar una dicotomía que aparece, de manera recurrente, en una forma particular de habitar.
¿Cómo entender el lienzo en blanco en el que Juhani Pallasmaa en “Habitar” nos explica la riqueza de la casa y el hogar?
¿Cómo entender el extremo, la desolación depresiva, de un aislamiento en el que alguien puede llegar a quitarse la vida?
Probablemente, solo entendiendo que venimos de un pasado consolidado con hábitos de miles de años de nomadismo. Movernos y, en movimiento, detenernos esporádicamente para tomar aliento, protegernos de las inclemencias del exterior: y, siempre, en comunidad.
Probablemente, comprendiéndonos y asumiéndonos como nómadas en un proceso de emancipación urbana, donde equilibramos la necesidad social y política de estar con los otros; con los nuestros y la intimidad introspectiva e individual que nos da el hogar. Y, sobre todo, entendiendo que esta mediación preceptiva necesita de los recursos característicos de la arquitectura.