El “espacio público” como campo de batalla

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“Las olas de indignación son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención. Pero, en virtud de su carácter fluido y de su volatilidad, no son apropiadas para configurar el discurso público, el espacio público.” 

Byung-Chul Han. En el enjambre. Berlín, Alemania. Editorial Herder.

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Imagen: cortesía de fuxus foto

Lenin Moreno, Presidente del Ecuador acuerda con el FMI medidas que le habilitan a nuevos créditos.  El 1 de octubre de 2018 se establecen varias medidas económicas que afectan a la población, entre otras, la liberación de más de 40 años de subsidio a los combustibles. Las protestas arrancaron casi de inmediato con organizaciones sindicales, estudiantes y, especialmente, con la gran masa popular Indígena. En poco tiempo, las manifestaciones —particularmente las de la sierra del país— ponen en un estado de inestabilidad a las principales ciudades, el paro de transportistas colapsa las principales vías de comunicación El Presidente cambia temporalmente la sede del gobierno a Guayaquil, ciudad que por antonomasia concentra el poder económico y mantiene una rivalidad política con Quito.

En poco tiempo se hacen visibles actos que pasan de la protesta ciudadana, a la violencia y la delincuencia organizada. Hay saqueos a locales comerciales, almacenes e industrias, el clima de malestar se agudiza al extremo y es incendiado el edificio de la Contraloría general del estado. El Gobierno moviliza a las Fuerzas del orden público, lo que provoca que las protestas se dispersen en gran parte de la ciudad. Los enfrentamientos producen una determinada forma de ofensiva ciudadana organizada en defensa de propiedades privadas y pronto se extiende la reflexión discursiva hacia la defensa de los comunes urbanos, el patrimonio y a las mismas calles.

El 6 de octubre de 2019, el Gobierno del presidente de Chile, Sebastián Piñera, por sugerencia de un grupo de asesores, sube el precio del transporte en el metro de Santiago en 30 pesos, llegando a 830, frente a lo que estudiantes protagonizan evasiones masivas de pago, violentando los tornos de acceso al sistema de transporte masivo. Las protestas se intensifican durante un par de días con lo que enseguida se hacen visibles brotes de delincuencia, daños a la propiedad pública, privada, y actos delictivos, a lo que las autoridades imponen la presencia militar para tratar de contener las protestas.  Se libran verdaderas batallas campales en calles y plazas con pérdidas no solamente de vidas humanas sino materiales.

 

Santiago en protestas.

Imagen: Santiago en protestas. Cortesía de Gastón Vega Buccicardi

El 20 de octubre los bolivianos acudieron a las urnas en un proceso que venía ya algo forzado, habilitando al presidente Evo Morales a un cuarto mandato.  Mientras se desarrollaba el conteo de votos, al momento en que Morales aún no conseguía las diferencias necesarias sobre Mesa, su contrincante, para evitar un escenario futuro de balotaje, se da un atasco de información. Ante las protestas de la lentitud del proceso tanto por opositores políticos como por observadores de las Naciones Unidas. El día 21, el Tribunal Supremo Electoral con casi el 95% del voto escrutado otorga una ajustada ventaja de Morales que se acerca a las condiciones que le evitarían la segunda vuelta, a lo que Mesa denuncia fraude y posiciona su discurso desde esa perspectiva, lo que hace estallar las protestas populares, que en principio se encaminan a denunciar el fraude, pero cuando la ONU emite un informe en el que argumenta poca claridad en el proceso y sugiere una segunda vuelta, el reclamo popular da un paso hacia atrás en cuanto a lo cronológico, demandando que se respete un referéndum anterior en el que con el 51 % de la votación se había eliminado la posibilidad de que un presidente sea reelegido por más de dos períodos, dictamen que Morales había burlado para candidatizarse. Ante esta situación, las protestas se radicalizan, hay dos muertos y varios detenidos, unos incluso portando dinamita. Con la policía y el ejército en las calles, las protestas presionan hacia que la única salida posible es la renuncia de Morales, quien ante un “comedido pedido” de las fuerzas armadas, renuncia asilándose a México.

 

En estos tres casos recientes  plazas, parques, calles e incluso espacios privados de uso público, como universidades y algunos centros gubernamentales han sido el campo de batalla de las fuerzas enfrentadas, sin embargo, la calma, el sosiego y los propósitos de resolución de conflictos, se da a nivel político desde una mesa de diálogo, en la que no solamente que hay una evidente falta de presencia de las fuerzas combatientes, sino que se resuelve de manera muy segmentada, lo cual genera resquemores en la masa demandante.

En los tres casos también, la estrategia de protestas tiene mucho que ver con lo que entendemos como el espacio público y los centros de poder.

La lucha se lleva a cabo en las calles, en dónde combaten policías y militares vs manifestantes. La disputa es clara. Los manifestantes procuran atentar contra los centros de poder, contra edificios y símbolos gubernamentales, mientras las fuerzas del orden, hacen lo suyo, procurar mantener un orden por la fuerza, amparados en el propósito de salvaguardar las normas que garantizan los derechos de los ciudadanos.

Ese novel concepto de “espacio público”, el lienzo diáfano y abierto donde todo esto sucede, se ve doblegado a su máxima posibilidad de contradicción, probablemente porque su propia naturaleza nos pretende provocar una dialéctica dentro de la cual podamos entender mejor su verdadera conceptualización. Pero sin adelantarnos a ello y con las aguas calmadas:

¿Qué es lo que reconocemos como tal?

 

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Imagen: cortesía de fuxus foto

Yo apuesto a que el espacio público es una pretensión, una aspiración a la que queremos llegar. Un lugar político dentro del cual, ciudadanos previamente cualificados como tales se “entienden” con otros, a los que pretenden ver como iguales en derecho, pero heterogéneos en su naturaleza, y bajo una serie de “protocolos” o reglas cívicas previamente pactadas entre ciudadanos y Estado.

Pero resulta que, si matizamos estos términos, vemos que “ciudadanos”, por su etimología, podrían acoger a todo habitante de la ciudad, pero desde su definición instrumental/jurídica, es excluyente, puesto que deja de lado a todo el que no califica como tal, y de paso esa acción misma pone en condición de desigualdad con los otros, que independientemente de la categoría jurídica que ostenten, no son invisibles y no dejan de ser actores de ese mismo espacio y de la ciudad en general. De esta manera, se niega la naturaleza plural de lo “público” y por otro lado está el “espacio”. Concepto ambiguo también, puesto que si atenemos a su condición de “espacio físico”, tendremos claro que los metros cuadrados de adoquinado de una plaza serían exactamente iguales a los de otra y todos sabemos que eso, como tal no es cierto, puesto que los espacios físicos a efectos de los usuarios, se transforman en lugares a través de una carga de valores, sociales, históricos y simbólicos que les otorgan otras representaciones dentro de lo urbano. La condición de las normas cívicas a través de las cuales nos entendemos entre ciudadanos, está en función de la educación y la cultura. Por ello mismo puede ser claramente contrastante, pero en ningún caso hasta llegar a violentar lo acordado desde los legítimos pactos de común entendimiento o incluso desde lo legislado por la autoridad y en proceso como estos, cuando la violencia impera rompiendo esos pactos desde lo más elemental, claramente deja de existir posibilidad de entendimiento.

Y el espacio sigue estando allí. Testigo, a veces cómplice de historias de subversión. Los adoquines, piezas de ese lienzo que sustentaba la paz social, son desmontados de la plaza y sirven de armas de combate, los bancos del parque dejan de ser el asidero de la contemplación del buen vivir y pasan a ser material de hogueras, el fuego está presente con todo lo posible como símbolo inequívoco del cambio impetuoso y la transformación violenta. Los conceptos se subvierten y se implanta otro orden, que, sin embargo, conceptualmente no dista mucho del anterior. De hecho, considero que es más real y mucho menos ambiguo, más sencillo y con una legibilidad clara. La frontera de “lo público” es una valla o  un espacio que carece de interés político, el espacio público es todo espacio conquistable por los objetivos de “lo político”, de hecho la acción misma de subvertir todo espacio en soporte público del conflicto, de campo de batalla, es una de las acciones políticas que pone de manifiesto la protesta, probablemente en una búsqueda de una equidad que la democracia y el “orden público” no han sido capaces de articular en esos supuestos acuerdos de convivencia de dónde nace lo cívico.