La insatisfacción y la indignación son tan buen motor de trasformación del entorno como lo son la alegría y las buenas intenciones. El conflicto como metabolismo urbano, que investigadoras como Sabrina Gaudino explican de manera magistral, es pieza clave en el desarrollo de nuestros espacios y culturas ciudadanas y regionales. Sin embargo, yo que soy un poco subversiva, no dejo de inquietarme con ciertas cuestiones: ¿Cómo determinamos la validez de argumentos de un conflicto: cualitativa o cuantitativamente?
En esta última década, por ejemplo, estamos ante uno de los mayores cambios sociales de nuestra historia: la caída del patriarcado, la visibilidad constante y percutora de las discriminaciones, desigualdades y violencias diarias que sufre la mujer. Las marchas del 8M inundaron las calles de todo el país, imágenes que nos hacían contener la respiración de emoción porque “el conflicto es movimiento social, está aquí y es irrefrenable”. En medio de las imágenes de prensa de los millones de personas de cada capital, hubo una conversación que me llamó especialmente la atención y me cautivó; decía: “Más allá de las grandes ciudades es muy simbólico las movilizaciones en pueblos pequeños. ¿Me ayudáis a hacer un hilo con fotos de movilizaciones en el mundo rural? (Cristina Hernández). Este hilo ofrecía testimonios gráficos para nada impactantes, grupos de 10 señoras con un mantel pintado en un pueblo de vetetúasaber. Pero su protesta era lícita, válida, valiente y sobre todo: invisible.
¿Y si construyésemos una sociedad donde prevaleciese la intolerancia, el rechazo, el clasismo y la envidia? ¿Y si las calles se inundasen un día por la expulsión de inmigrantes, por el levantamiento de barreras sociales para la autodefensa de clases sociales elevadas, por la privatización? No nos quedaría otra que asumir “las calles han hablado”. Retomando el tema del feminismo, hace poco se debatió intensamente sobre las marchas tras la sentencia de “La manada”. Sin entrar a la machacada y airada discusión sobre los motivos de la marcha, me sorprendió una frase que se coreaba en todos los medios: “Madrid será la tumba del machismo”. Y me dije: “¡Anda mira! Pues… ¡menos mal que nos han avisado! Yo que creía que lo estábamos tumbando entre todas”.
Mucho se ha hablado de “las ciudades del cambio”, “las capitales”, y, efectivamente, en el multicolor resultado de las últimas elecciones municipales todos vimos lo que ocurría con Madrid, Barcelona, Valencia… pero también ocurría en pequeñas capitales de provincia y pueblos. Muchos cambios se intentan producir a diario desde lugares menos transitados que Madrid, en menos compañía de afines, y con menos medios de comunicación. Pero, evaluamos cuantitativamente, no cualitativamente. Lo masivo es necesario. “Encabezar el cambio”, pero, ¿qué viene antes, el huevo o la gallina? ¿Qué viene antes, capitales transformadoras de la sociedad, o una sociedad que día a día libra pequeñas batallas pero es lo central lo que recoge y promueve, y, del mismo modo, ignora? Ignora, además, a aquellos que protestan entre hienas.
Volviendo al espacio urbano (siento los desvíos de temática): se nos llena la boca hablando de urbanismo participativo, de salvaguardar el patrimonio, de espacio público, de esto es una plaza, aquí hago una huerta en un solar, y las revistas lo reflejan. Caos y ovaciones en el país porque en Gran Vía han puesto unos mojones para ampliar el espacio de acera invadiendo la calzada. “Clap clap, el cambio”. Me gustaría saber hasta qué punto se ignoran los esfuerzos mastodónticos que se hacen en los sitios que no cuentan con esa mano divina de la divulgación masiva y la participación de grandes cantidades (proporcionales a su población) de protestantes.
Os traigo dos ejemplos de mi tierra, Almería, bien conocida por sus políticas urbanas neoliberales que no dejan títere con cabeza en lo que a espacio urbano se refiere. Hace 5 años demolieron El Toblerone. La ciudadanía emocionalmente vinculada al viejo edificio industrial, protestando. #SalvemosElToblerone. Corrijo, la ciudadanía no, un grupo de hippis. “Qué risa, ¿no? No ocupan ni una plaza”. ¡Blum! Demolición, “hola, plan de construcción de torres de viviendas de 14 plantas”.
El grupo minoritario de hippis de Almería hemos salvado de su asolamiento el Cable Inglés del mineral, de la escuela Eiffel (#SalvemosElCableIngles), o la antigua estación de trenes del S.XIX. No hemos podido salvar algunos edificios nobles que cayeron misteriosamente durante una noche oscura en la burbuja inmobiliaria a manos de una bola de demolición; tampoco pudimos salvar el entramado de ingeniería hidráulica árabe y cuevas del paraje periurbano de La Molineta (#SalvemosLaMolineta), que también cayó bajo la urgentísima necesidad de ser aplastado por excavadoras sin muchos más planes urgentes que impedir que la gente siguiese solicitando su puesta en valor, mientras los manifestantes en pequeños grupos con sus pancartitas miraban desolados. Tampoco hemos podido salvar el patrimonio más popular de un casco antiguo humilde. Porque… bueno, no somos masivos, la ciudad cuenta con 150 mil habitantes, y una política que es una apisonadora, y que agota.
Hoy en Almería se concentran sus (grupos de) ciudadanos en la Plaza Vieja, la plaza del ayuntamiento, un lugar emblemático del casco antiguo, un barrio histórico descentralizado de los movimientos de la ciudad. El ayuntamiento ha decidido trasladar el “Monumento a los Coloraos”, que se levantó para recordar la memoria de aquel monumento destruido por los fascistas en la posguerra: “el monumento a los mártires de la libertad”. De paso, el ayuntamiento eliminará el arbolado de la plaza. Seguro que la imagen vacía y soleada que consiga invita mucho más a terminar de convertir las viviendas de la plaza en hoteles, y los locales bajo las arcadas en terrazas de bares. A lo mejor así va más gente que los almerienses.
Hoy se concentran protestando, mientras en el resto del país no veo a nadie indignado por la “eliminación de la memoria histórica”, por la “destrucción de áreas verdes”, por las “decisiones autoritarias sin consulta participativa”. Por desgracia, sólo veo a algunos grupos de almerienses concentrados, mientras unas portadas dicen “la plaza vieja se queda sola, apenas medio millar de almerienses”, otras “la plaza vieja resiste, más de medio millar de almerienses protestan”, y los mensajes en redes sociales llaman “Porque somos almerienses, #SalvemosLaPlazaVieja“. No esperan nada más de nadie.
Esto ya lo he vivido.
Vi a un niño llorando mientras demolían el Toblerone. Su madre contaba emocionada cómo éste le dijo: “al menos toda esta pelea no ha sido para nada, porque aunque lo hayan tirado, he podido conocerlo para recordarlo”. Un niño, con una pancarta en una mano y un megáfono en la otra, y al mismo tiempo, tan solo.
Tan valiente.
Pequeñas explosiones se producen cada día en todo el país. En pueblos, ciudades pequeñas, lugares intermedios. No interesarán, no por la validez de su protesta, no por su vinculación con problemáticas actuales. No interesarán, porque no pueden ser fotografiadas con una muchedumbre detrás que se autodenomina cabeza de cambio y verdugo de los anquilosamientos y abusos sociales. Y me pregunto, ¿quién es más rebelde? ¿quién más luchador? ¿quién más subversivo? ¿quién es motor de cambio?
A los pequeños núcleos les pido: protestad, luchad, continuad, lo estamos haciendo bien. A las grandes ciudades les pido: humildad, integridad, descentralidad; mirar más allá nos ayudará a ser menos autocomplacientes, a promover menos las hipocresías y los dictados de “a dónde hay que mirar, aquello que hay que ver”.
Vivimos en la Era Global, en la Edad Digital, la Época del Cambio. ¿Sabéis qué? la verdad es que no se nota.
Ana Asensio | Arquitecta