No todo el movimiento moderno es cuestionable, sin embargo algunos ejemplos de la arquitectura y el urbanismo de este período son verdaderas apologías del futurismo. Si bien es en la modernidad cuando se completa la idea de espacio público —como argumenta Foucault, porque es en este momento cuando la sociedad cuestiona al poder—, es también el propio movimiento moderno quien lo aniquila. La promesa del espacio público, las grandes zonas verdes y la ciudad jardín como espacios de encuentro se acompañan paradójicamente con la intención de resolver los problemas de las ciudades mediante «la segregación funcional estricta». Ya sabemos que el espacio público es hoy la gran deuda de la modernidad.
Por otro lado, del famoso eslogan «la máquina para habitar» hubo secuelas. La primacía de la máquina en la ciudad configuró espacios y formas de habitar que desplazaron la dimensión humana del espacio público. Con la industrialización y la modernidad la calle pierde su capacidad de relacionar espacios y se simplifica en función de un nuevo agente: el automóvil. En consecuencia, la ciudad se redefine a partir de las infraestructuras que soportan la movilidad, pero también desde el control y la segregación. En este período se produjo una ruptura con el pasado y con las formas de producción, se promovieron nuevas formas de relación espacial y nuevos retos: nuevas tipologías, nuevas formas constructivas y también nuevas necesidades.
Cuando en 1909 Filippo Tommaso Marinetti publicaba el Manifiesto Futurista una parte de la sociedad industrial había digerido con desencanto el éxtasis de optimismo que produjo la fe ciega en el progreso de la Revolución Industrial; recordemos que en ese momento surge la llamada «cuestión social». Los once propósitos del Manifiesto Futurista se resumen en la exaltación de características que se manifiestan en las ciudades modernas, como la agresividad, el despilfarro, la velocidad, la virilización de la sociedad con la supremacía del género masculino y la animadversión a la mujer; todos estos influyentes en la transformación del espacio público en una zona en reclamación de los derechos ciudadanos.
La máquina como estandarte del progreso, la velocidad como bastión de una nueva era y la estandarización como garantía de productividad consiguieron moldear y definir la estructura social y de la ciudad. La arquitectura y el urbanismo con el programa, la forma y la función redefinieron el territorio, las formas de movilidad, el modelo de vivienda y el espacio público. Después de cien años vemos el resultado de una intención que, a la par de la modernidad, supuso una transformación de las ciudades a partir de las premisas del futurismo; ¿casualidad o causalidad?. El espacio público se ha configurado desde entonces en base a rígidas estructuras jerárquicas y de control gestadas en el pensamiento de una época que consideraba desarrollo todo aquello que pudiera sobrepasar límites, generar enfrentamiento y distancia, desgastar de forma extensiva y deshumanizar. ¿No es precisamente esto la muerte de las ciudades que denunció Jane Jacobs?
En un breve repaso por el movimiento moderno, viene a la superficie uno de los ejemplos cumbre de la arquitectura de mediados del siglo XX que tuvo representación en la Unidad de Habitación de Marsella; otro estandarte de «la casa como máquina para habitar». El edificio de Le Corbusier, que ha sobrevivido a la villa de «los cinco puntos para una nueva arquitectura», es posiblemente un buen ejemplo de las contradicciones del funcionalismo y del pensamiento racionalista en la historia de la arquitectura.
Detalles arquitectónicos, tipológicos y constructivos a parte, cuesta creer en ciertos criterios funcionales aplicados a las formas de relación espacial y social, según cómo se plantee: el techo habitable o «la terraza-jardín». La guardería, la piscina y la zona de juegos infantiles, llevados a la cubierta del edificio, son el resultado de un programa que respondía a la visión moderna de la individualización y alienación (segregación-gueto) a partir de las actividades sociales. La propuesta es una trasgresión del sistema de espacios relacionados de forma natural (en el nivel de la calle), pero llevado forzosamente al tejado; otra apología del futurismo desde la que se proyectaba su particular visión de ciudad y de espacio público.
Podríamos abogar por la funcionalidad y por la posibilidad de utilizar la cubierta como un espacio habitable, nada se opone. Sin embargo, el gesto de desconectar las relaciones sociales del nivel calle-ciudad para llevarlas a la cubierta no es inocuo, responde a la intención de segregar «funcionalmente» la dimensión humana del espacio público y de fragmentar las posibilidades de construir ciudadanía en la calle.
El cuestionamiento sobre qué es espacio público versus cómo queremos que sea el espacio público y cómo se construye está sometido al pensamiento de una época y a la crisis (propia de los proceso de cambio) de los tres tipos de espacios: el percibido, el concebido y el vivido. Aunque la arquitectura moderna no fue únicamente Le Corbusier, ni la Ville Radieuse o el Plan Voisin que consiguieron fraguarse en el espíritu de Brasilia, éste complejo socio-cultural de la imagen, la función, la forma y la ideología es la expresión de la idea de ciudad y de cómo se pretendió el espacio público en el movimiento moderno. Después de la embriaguez moderno-futurista es quizá la visión humanizada de la arquitectura que propuso Aldo van Eyck la idea de ciudad que debemos retomar, la que además propone a los niños como protagonistas del espacio público. Aquí los niños bajan del tejado a la calle, el verdadero hervidero de las relaciones sociales, y del encuentro: el espacio de la construcción de la ciudadanía.
Sabrina Gaudino Di Meo | Arquitecta