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A diario paseo por una reserva sin urbanizar, al borde del Mediterráneo. Técnicamente tiene una clasificación climática de semi-árida. Con el tiempo, la asiduidad y algo de observación, me han permitido ver que presenta distintas facetas, claramente identificables con las estaciones del año, sobre todo en su aspecto formal.
La primavera, y aunque sea un tópico, permite enverdecer y florecer, transformándolo todo con obvios matices intensos y coloridos. El verano incrementa las tonalidades neutras debido a la inclemencia solar y a las altas temperaturas. Muchas de las especies vegetales, espartales, pequeños arbustos, prácticamente se vuelven un conjunto de ramas secas que están poco sujetas al suelo por sus endebles raíces. Con los vientos del otoño se desprenden y vuelan, mientras todos los colores se tornan opacos; hasta que al final del otoño, cuando aparece algo de lluvia, vuelven a enverdecer y así se matizará el frío del invierno.
Como veréis, criterios todos estos, de simple observación.
Este proceso transforma el paisaje. Donde había un arbusto, en pocos meses ya no estará, pero habrá otro u otros dos, en un lugar tan cercano que podría parecer el mismo, manteniendo un sistema fractal. De hecho, es de la misma especie, del mismo color, durará el mismo tiempo y sobre todo cumplirá el mismo rol dentro del conjunto. De tal modo que el cambio de apariencia se queda dentro de una transformación que se mimetiza tanto con el conjunto, que a una escala mayor, casi no se aprecia el cambio. El primero habrá muerto y su descomposición fertilizará el suelo del que nacerán los siguientes, y así de manera rizomática, tanto en ésta como en otras especies.
El paisaje se transforma en ciclos evolutivos, cuyas dinámicas dependen del equilibrio de sus propios procesos metabólicos.
Observando el mismo campo en cuestión, se puede ver, que hay elementos compositivos del paisaje, que se mantienen intactos, que no cambian. Éstos, generalmente tienen que ver con transformaciones humanas o animales. Un sendero, un abrevadero, la conducción de un cauce de aguas, e incluso elementos más duros, como edificaciones construidas. Aunque todo esto en realidad es una imprecisión de escala. Si ajustamos el zoom de la línea de tiempo general a un año, sería fácil ver los cambios del paisaje. Pero para ver los cambios de los mencionados elementos duros, tendríamos que ajustar el zoom de la línea de tiempo a un quinquenio o una década y entonces veríamos que sí que cambian, solamente que sus ritmos de cambios son de otra escala, más dilatada. Cambian más despacio. Si somos algo más agudos en la reflexión, volviendo nuestra historia evolutiva hacia atrás, podríamos recordar estos elementos que, primitivamente, pudieron ser menhires o dólmenes, y que —si demandamos una referencia en clave contemporánea— podrían ser a día de hoy parte de una vasta tipología de espacios construidos, como estaciones de servicio, ventas de carretera y otros por el estilo, e incluso podríamos entender aquí a los “hitos urbanos de Lynch”1, buscando un referente de este concepto dentro de la ciudad.
Podemos recordar que, originalmente, la transurbancia consistía en el ejercicio del andar ininterrumpido, característica fundamental del nomadismo. Que posteriormente cuando aparecen las referencias alteradas del paisaje, se convierten en un caminar referenciado que se apoya en dichas construcciones para tener un ir y un volver. Un elemento “punto” que rompe la continuidad de la línea infinita, de la transurbancia nómada y abre el camino de la construcción de lo que luego será el sedentarismo.
Si buscamos afinidades entre la ciudad con el ecosistema natural antes narrado, podríamos comprender por ejemplo, que ese efecto permanente de la “ciudad en obras”, es natural. Es su permanente condición de cambio, es una permanente búsqueda de equilibrar los complejos ecosistemas urbanos.
La ciudad, igual que cualquier ecosistema, busca encontrar equilibrios metabólicos profundos y es allí, justamente, donde y cuando el ejercicio tanto administrativo como el del tejido social, debe ser capaz de dar respuestas adecuadas.
Henri Lefebvre desarrolló el concepto de la ciudad diferenciada2, una argumentación dividida de análisis urbano en la que dentro de una tríada de componentes, dos de ellos eran representaciones y uno era la “ciudad vivida”, la forma cómo practicamos el espacio de la ciudad, la acción en sí misma de cada uno de nosotros cuando ponemos en práctica todo lo que somos, en una puesta en escena de la ciudad.
Coyunturalmente, ahora hablamos mucho de participación, de ciudad y, ya en concreto, de la participación responsable de los ciudadanos involucrados en la construcción de su ciudad. Este proceso empieza en el acto consciente de la atención al desplazamiento, un ejercicio de comunicación y lenguaje. Empezando por nuestros desplazamientos, cada vez somos conscientes de caminar más, de usar el transporte masivo, intermodal, de usar menos el coche, pero, ¿nos responsabilizamos de nuestro caminar en la ciudad?
¿Somos conscientes de que nuestra presencia en el desplazamiento y el acto fundamental de caminar, altera al paisaje y genera una transformación, activa y generosa de la que podemos disfrutar?
Yo os invito hoy a caminar de manera consciente, fijarnos y responsabilizarnos de nuestra presencia en el paisaje. Disfrutemos de ser parte la ciudad, de ser la ciudad que construimos, qué como aquel espartal cumple su parte evolutiva en el ecosistema del campo, nosotros componemos nuestra parte activa en la ciudad.
Que toda nuestra capacidad de participación y empoderamiento en ella repercute en la calidad de la misma y de quiénes con nosotros la habitan.
1 | El concepto de “hitos urbanos de Lynch”, es uno de los elementos tratados en la obra La imagen de la Ciudad, Kevin Lynch. Editorial GG, 2015.
2 | El concepto de la ciudad diferenciada, entre otros, es uno de los temas tratados por Henri Lefebvre en el que fuera su obra cumbre del desarrollo de los temas de la urbanización y el territorio. La producción del espacio, Henri Lefebvre. Editorial Capitán Swing. 2013.