La arquitectura es una pieza clave en el desarrollo humano. Es derecho de todos, y el arquitecto tiene los conocimientos técnicos para hacerlo posible, para acompañar a las comunidades en la construcción de su entorno. Porque las comunidades deben ser acompañadas.
Estamos acostumbrados ya, o hemos normalizado ya, una imagen mental de la vivienda como un negocio y no como una necesidad primordial humana, una ordenación de nuestros territorios basada en decisiones lejanas, y un oficio de la arquitectura dedicada en cuerpo y alma al sector formal. Pero la realidad del contexto actual, en cifras, es otra. La gran parte de la población de este planeta con hambre de arquitectura se encuentra en la informalidad, construyendo, con grandes dificultades, su propio entorno.
Hacen falta más fondos públicos, y más arquitectos guía. Hace falta pasar del arquitecto con inquietudes sociales trabajando en el sector formal, a un arquitecto social trabajando en la informalidad. Un arquitecto con los conocimientos técnicos, no solo para saber edificar, sino para comprender las particularidades medioambientales, culturales y sociales de cada lugar, y con la sensibilidad especial para dedicarse a ello con entrega y humildad.
Son muchos los profesionales que, desde la labor continua pero callada, aportan su grano de arena a ello. Hoy me apetecía compartir a uno de ellos, con nombre propio: Luis Castillo Cortés.
Luis Castillo (Motril, 1989) es un arquitecto de la Universidad de Granada (y compañero de andanzas), con formación también en Toulouse (Francia) y Guadalajara (México). Le apasionan el compartir creativo y el hacer con las manos, lo que le lleva a abordar los proyectos desde un enfoque transdisciplinar. Comprometido con la sostenibilidad y el aprovechamiento óptimo de los recursos, Luis encamina su trabajo hacia una arquitectura comunitaria. Como arquitecto ha colaborado con ONGs como Techo (en México), o Hahatay y Keur Talibé Ndar (en Senegal). También ha participado como tutor en diferentes workshops de arquitectura participativa y de cooperación, y como formador en talleres de bioconstrucción y construcción sostenible. Actualmente, se desarrolla profesionalmente de forma nómada e independiente, viviendo a caballo entre España y Senegal.
AA: ¿Qué es para ti la sostenibilidad, entendida como algo más allá de lo ambiental (sostenibilidad social, cultural, económica…)?
LC: Para mí la sostenibilidad es la capacidad de encontrar y mantener el equilibrio entre nosotros y el mundo que nos rodea. Hablando de una forma muy amplia, diría que un proyecto es sostenible si consume menos energía de la que genera. Por ejemplo, si nos referimos a la sostenibilidad económica, esa energía de la que te hablo es el dinero.
Sin embargo, si hablamos de sostenibilidad medioambiental —y aunque mi afirmación anterior siga siendo igual de válida— me viene a la cabeza el concepto de armonía. Creo que estar en armonía con nuestro entorno, valorarlo y respetarlo, cuidarlo, es totalmente sostenible.
Y desde el punto de vista sociocultural, diría que la sostenibilidad se relaciona con la identidad y con el sentimiento de pertenencia. Es más agotador cuidar de aquello con lo que no te identificas. Ser parte de algo, ya sea un espacio, un proyecto o un proceso, crea un vínculo entre nosotros y ese algo. Y al crearse ese vínculo no nos resulta ajeno, por eso lo cuidamos y sostenemos con facilidad. Y entonces una vez más, se consume menos energía de la que se genera.
AA: ¿Cuál es el papel del arquitecto en un proyecto “con la comunidad, por la comunidad y para la comunidad”[1] ?
LC: Como escribió Yona Friedman en su libro Arquitectura con la gente, por la gente, para la gente, el personaje central no es el arquitecto sino el usuario del edificio, el habitante. Si aceptamos esta verdad, que yo la acepto, el arquitecto pasa a jugar un papel secundario pero fundamental. Se convierte en un arquitecto guía, en un acompañante especializado que pone sus conocimientos y herramientas al servicio de la comunidad. Por eso creo que el arquitecto ha de ser un catalizador, un hacedor de propuestas, que facilite y dinamice el proceso proyectual al completo, desde la creación hasta la construcción. El encargado, en definitiva, de empoderar a la comunidad desde su posición de privilegio.
AA: ¿Cómo es la labor del arquitecto en un proyecto de autoconstrucción asistida; bajando a terreno, cómo realiza ese acompañamiento y guía?
LC: Como te decía, en una autoconstrucción asistida el arquitecto debe guiar y acompañar. Hay que estar atento y ser previsor para anticiparse a los posibles errores que se puedan cometer, pero también ser lo suficientemente flexible como para aceptar que haya cosas que no pasen como a nosotros nos gustaría.
Ese acompañamiento del que hablamos debe hacerse con profesionalidad y desde el más absoluto respeto. Tenemos que entender que la visión del otro es tan válida como la nuestra, y que compartir y llegar a puntos comunes, siempre es más enriquecedor que no hacerlo. De nada servirán nuestros conocimientos si carecemos de humildad y empatía. Es decir, es tan clave saber escuchar como tener la capacidad de generar espacios pedagógicos seguros, donde el intercambio sea sencillo y fluido, y podamos garantizar el desarrollo de los procesos participativos que el proyecto requiera.
AA: ¿Qué relación crees que existe entre materiales naturales y con un fuerte carácter comunitario, como la tierra, y los proyectos de autoconstrucción asistida?
LC: Diría que la relación viene dada por el contexto y la memoria. Me cuesta imaginar algo más humano e intuitivo que autoconstruirse un refugio con los materiales del lugar en el que quieres refugiarte. Dicen que primero vino la cueva y después la cabaña. Pues es en la cabaña, en su construcción, donde está la clave de esta relación de la que hablamos. Porque el primer ser humano que construyese la primera cabaña, la construyó, sin duda alguna, con los materiales naturales —no podría ser de otra forma— que encontró en aquel primer solar prehistórico.
Además, si avanzamos hasta nuestros días para poder entender la influencia de la memoria, comprenderemos que pertenecer a un lugar, a un contexto, es también pertenecer a los materiales que en él se encuentran y que por tanto, lo representan. Y que para pertenecer hay que identificarse, sentirse parte de. Y esto, por lo que yo sé, es imposible sin memoria.
AA: Háblame de tu experiencia como arquitecto en Hahatay. ¿Cuál ha sido tu labor y cómo ha sido el proceso?
LC: Empecé en Hahatay como voluntario, después de conocer a Mamadou en una charla que dio en la ETSAG. Ana Martín (Anita Navajas) era la formadora del curso y trajo a Mamadou porque ya estaban trabajando juntos en el proyecto del Centro Cultural Aminata. Esto fue en marzo de 2016 y yo estuve allí por primera vez en agosto de ese mismo año. Y la verdad, que siempre lo digo, desde el primer día me sentí en Hahatay como en mi propia casa. Ese verano aprendí muchísimo, tanto de las arquitectas que coordinaban el proyecto como de las personas que colaboraban con la ONG. Recuerdo que por aquel entonces Hahatay estaba empezando a crecer con fuerza y fue un momento de explosión creativa alucinante. Eso, unido a la gran familia que es Hahatay, me enganchó desde el principio.
Pues bien, al año siguiente volví. Esta vez para trabajar como arquitecto y como formador en técnicas de construcción sostenible. La formación se hizo con un grupo de jóvenes que ya venía participando en las obras de Hahatay, y trabajamos temas como la construcción con tierra (adobe, tapial y BTC), con paja (sistemas CUT y Nebraska) y con materiales reciclados (botellas, latas, neumáticos, etc…).Participé fundamentalmente en dos proyectos, la cafetería Ndaje Bi y la radio comunitaria, ambos dentro del Centro Cultural Aminata. Mi labor consistía, por un lado, en hacer el diseño, y por otro, en guiar y coordinar la construcción. En ambos procesos, pero sobre todo en el primero, trabajé mano a mano con Mamadou. La forma de funcionar solía ser la siguiente. El qué hacer, el qué construir, salía de la cabeza de Mamadou. Hay que decir que el contacto de Hahatay con la comunidad es continuo, lo que les permite, tanto a Mamadou como al resto, tener una idea más o menos clara de lo que la comunidad demanda. Entonces, él venía y me contaba la idea. Normalmente traía un programa de usos más o menos definido y un primer replanteo del proyecto. Entonces lo dibujábamos, yo hacía varios bocetos, los comentábamos, reflexionábamos, y elegíamos una de las propuestas. Después me encargaba de pasarlas al ordenador y darles forma. Pero vaya, a veces ni eso, a veces comentábamos la idea, hacíamos un par de dibujos en la arena, y directamente empezábamos con el replanteo en obra. Reconozco que tuve que aprender bastante, sobre todo, a improvisar sobre lo planificado, a solucionar problemas sobre la marcha
AA: ¿Qué valores has tratado de aplicar en él, y cuáles extraes de esta fase de tu trayectoria profesional?
LC: Cuando pienso en mí como arquitecto, en lo que me gustaría llegar a ser o en lo que me gustaría que recordaran de mí, acabo pensando en lo que no me gustaría. Me explico. Digamos que mi paso por la escuela de arquitectura no fue el soñado. Para que te hagas una idea, y generalizando mucho, de las personas que me dieron clase aprendí más por repulsión que por admiración. Nunca me identifiqué con la prepotencia y el endiosamiento de algunos de mis profesores, ni tampoco con su forma de entender el rol del arquitecto en nuestra sociedad. Y de hecho, soy consciente de que una parte de mí se hizo la promesa de representar precisamente lo contrario.
Supongo que por eso me dedico a lo que me dedico. Entonces, no sé, te diría que lo primero que intenté transmitir o dejar claro era que yo no estaba por encima de nadie. Que era una pieza más del engranaje, un compañero de equipo más, pero con la particularidad de que tenía unos conocimientos que me distinguían del resto, ya está, solo eso. Que era primordial el respeto a nosotros mismos y al entorno que habitábamos, y que por eso la arquitectura debía ser lo más humana y sostenible posible. También intenté escuchar mucho e imponer poco y respetar sus tiempos y sus formas de hacer.
Debo decir que mi aprendizaje con ellos ha sido (y es) tremendo. Lo que soy como arquitecto —y como persona— debe explicarse haciendo hincapié en mi paso por Hahatay. Y bueno, por nombrar algunas de las cosas que me llevo… lo primero que te diría que me han enseñado, es a equivocarme. Bueno, más que a equivocarme, a atreverme a equivocarme. A ser valiente, a actuar. A cambiar el estado supuestamente normal de las cosas. Hahatay tiene mucho de eso, del aprender haciendo, del ensayo-error como método casi infalible de aprendizaje.
Y lo otro que te diría, también muy importante tanto en lo personal como en lo profesional, es que he aprendido a desaprender. Y esto sí que me parece fundamental. Como casi todos los que llegamos desde el norte (aunque yo fuera desde Andalucía), llevaba un conjunto de verdades absolutas y creencias grabadas a fuego que rápidamente se fueron desmoronando. Y posiblemente éste sea el mayor aprendizaje. Un aprendizaje que sin duda transciende lo profesional o arquitectónico para quedarse en lo esencialmente humano. Un aprendizaje necesario, el de romper nuestro sistema de creencias, para volver a construirlo —siempre que queramos— de otra manera siempre.
[1] Luis Castillo, parafraseando a Friedman, en una apropiación y adaptación de su popular frase. Esta adaptación es empleada frecuentemente por el arquitecto motrileño para expresar su modo de aproximarse a un proyecto.