Aquellos artefactos

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El confinamiento, por encima de todo, ha sido un remezón importante sobre nuestra movilidad. Más allá de un argumentario de salubridad que legitime las acciones frente a la pandemia y nuestras destrezas desplegadas para “gastar el tiempo” durante el confinamiento, sobre todo fue: no movernos.

Se dice que nada mejor para valorar algo, que su pérdida o ausencia. Perdimos movilidad y ahora estamos enfrentando el desconfinamiento como parte de la construcción de una nueva realidad.

¿Cómo valoramos nuestra movilidad?
¿Cuánto?
¿De qué manera?
¿A qué coste?

El artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos garantiza la libre movilización de las personas, pero esta es susceptible de afectar a terceros.

¿Hasta dónde es indispensable regular esas relaciones?

La movilidad peatonal ha sido poco regulada hasta ahora que se nos exige el uso de mascarilla y una distancia de seguridad, por razones sanitarias. Antecedentes respecto a políticas de esta naturaleza son escasas y en general, las normativas locales son bastante laxas, o mejor dicho, muy poco restrictivas. Las hay que, por ejemplo, obligan a llevar determinadas condiciones de vestuario, como en las inmediaciones de los sitios de asiduas actividades de veraneo, en donde, en zonas públicas es de uso obligatorio una camiseta, puesto que se “asume” que nadie expondrá su cuerpo con menos de eso y porque el nudismo está prohibido, a no ser que se trate de una playa específica para este efecto, en dónde, sin embargo, no está prohibido ir con ropa.

En la última década, no han sido pocas las polémicas levantadas alrededor de prendas culturales asociadas especialmente a la religión islámica, sin embargo y pese a intenciones concretas como las de Lleida y Reus de hace un par de años, actualmente no existe ninguna normativa acerca del hiyab, y aunque el uso de niqab y el burka en Europa es minoritario, en España no está prohibido oficialmente, otra cosa es la potencia con la que pueden ser un medio de estigmatización cultural, en todo caso, mi interés ahora va más bien en relación con la manera como mediamos este tipo de conflictos. Así y como queda dicho, prácticamente para los viandantes, está habilitado todo, excepto lo que se prohíbe.
Pero no solo peatones se mueven por la ciudad, basta con reflexionar en cuanto a la distribución de superficies y nos daremos cuenta de la supremacía del automóvil y nos bastará también visitar un centro histórico medieval para caer en la cuenta de que tampoco siempre fue así.

En España, a finales del siglo XIX se empieza a ejercer acciones en pro de regular la circulación de vías carrozables, que en ese entonces empezaría con el objetivo de dirimir, o nunca mejor dicho aguantar, carros y carretas. En realidad, y fuera bromas, regular las condiciones en las cuales circularían carretas de propulsión animal y coches de motor. Menciono esto, no solamente por marcar una referencia del inicio de las mediaciones en los espacios que no eran privativos sino también por denotar que hubo un pasado antes de que los coches llenaran los espacios urbanos. El siglo XX fue el siglo de la mecanización urbana, las ciudades se planificaron para los coches, el parque automotor creció desmesuradamente hasta que, hace relativamente poco y gracias a las medidas medioambientales, estamos empezando a ser conscientes de los graves efectos de la contaminación y ello nos ha llevado a repensar nuestra movilidad, incluso antes de la pandemia.

Bajo esta coyuntura, estamos haciendo esfuerzos por replantearnos paradigmas, pero de momento creo que aún nos equivocaremos más, antes de llegar a verdades irrefutables o equilibrios de relaciones. En un inicio se plantearon de manera masiva la mejora e inclusión de sistemas de transporte, preferiblemente de combustibles no fósiles, posteriormente se estimularon los sistemas de bicicletas con varias instancias importantes, dependiendo de los entornos geográficos.

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A día de hoy, y previamente a la pandemia, percibo que había una avalancha de vehículos personales de movilidad que habían irrumpido en el espacio público y ello ha desencadenado una serie de cuestionamientos a los que las entidades encargadas no dan abasto para regular, debido la multiplicidad de diseño, prestaciones y cualidades, que en gran medida han enturbiado los ámbitos de reflexión por una movilidad sostenible y que han tenido un matiz adicional con la demanda de movilidad individual, propia del estado de desconfinamiento. La reflexión general a nivel global es que, si usamos sistemas de movilidad individualizados, familiares o poco masivos, estamos menos expuestos a las probabilidades del contagio. Lícito y perfectamente legítimo, puesto que en la medida en la que nos cuidamos, cuidamos a los demás, pero ¿hasta qué punto debemos recurrir a unos mínimos para el uso de otras o nuevas alternativas de movilidad?

La Dirección General de Tráfico, organismo competente a nivel nacional, en su guía para usuarios de bicicleta, hace recomendaciones fundamentales que tienen que ver con destacar la seguridad, el buen estado del vehículo, las protecciones del usuario, y marcar una jerarquía desde la vulnerabilidad. El coche siempre debe dar preferencia al ciclista y el ciclista debe dar preferencia al peatón, y finalmente, termina vinculando el compromiso del cumplimiento de una normativa, que en este caso es expedida por las autoridades locales (ayuntamientos, es decir 8114). Éstas, a su vez, se esfuerzan en distinguir los tipos de vías y las condiciones, características y velocidades adecuadas a cada una; ciclo calle, carril bici, carril bici protegido, acera bici y pista bici, y las restricciones de cada una en función, por ejemplo, de la edad de los ciclistas, y ya, de paso, regula las condiciones de interrelación con otros usuarios de las vías, tanto por ejemplo cuando los ciclistas circulan por la calzada como cuando los peatones circulan junto a un carril bici o cuando otro tipo de VMP, circulan por los mismos.

Con todos estos elementos, al parecer, el regular la circulación y, por tanto, el ejercicio de “esa forma de control” de las personas en las calles, parecería idóneo, sobre todo desde el punto de vista de sus resultados. Y esto es así hasta el momento en el que irrumpen, gracias al mercado, una suerte de complicadamente calificables vehículos de movilidad personal (VMP), cómo los ha calificado la DGT y que ponen en jaque la capacidad normativa institucional. La misma DGT hace menos de un año ha hecho un alcance a lo normado, en el sentido justamente de la proliferación de vehículos y en la tardanza de las nuevas regulaciones oficiales. Y sabido es que una vez que lo consigan, habrán salido más de uno distintos a los ya normados, puesto que su entrada comercial a la UE, solamente está restringida al cumplimiento del Reglamento 168 que tiene que ver con la homologación de vehículos de tres y cuatro ruedas, a esperas de uno nuevo o ampliación en el que se normen, los restantes. Entre tanto que para la DGT, seguirá bastando el cumplimiento al reglamento general de vehículos.

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En todo esto, creo que es evidente, como parafraseando a Lefebvre podríamos decir, que el espacio practicado evoluciona muchísimo más rápido que el espacio de la representación, ese conjunto de normas, administración y ejercicio político que pretenden homogeneizar el espacio percibido, puesto que sin una uniformidad de actores no existe posibilidad de control.
Mientras tanto, la práctica del espacio se despliega con nuevos artefactos. Cada vez es más heterogénea, diversa y compleja, y los sistemas de mediación entre actores buscan nuevos equilibrios para su convivencia, sobre los mismos escenarios urbanos.

Últimamente ha tomado gran vigencia la opinión de estudiosos que vienen desde los ámbitos antropológicos muy anteriores, probablemente porque la validez de sus opiniones se alberga en la secuencia de miles de años, en donde prevalecen esos rasgos de comportamiento que nos caracterizan como especie, es decir que pese a la volatilidad de la inmediatez que vivimos, siguen teniendo vigencia. En ese sentido, hace poco escuchaba a Eduald Carbonell, uno de los directores de Atapuerca, quien decía que ser seres humanos a día de hoy es aumentar nuestros procesos de sociabilización a través de la tecnología. Desde ahí, que para ejercitar una salida al desconfinamiento como un aprendizaje que nos permita construir una nueva realidad es imprescindible que socialicemos la individualidad colectiva, es decir que esos nuevos elementos de construcción de la ciudad diversa, partan de la experiencia que implica una teoría practicada y llevemos al consenso las experiencias antes de verterlas en la ciudad.

“El espacio de la representación, es ideología aderezada con conocimiento científico y disfrazada atrás lenguajes que se presentan como técnicos y periciales, que le hacen incuestionable, puesto que presumes que están basados en saberes fundamentados. Es el espacio de quién es el representante administrativo. Ese que quiere ser espacio dominante cuyo objetivo es hegemonizar los espacios percibidos y vividos y ante lo que Lefebvre llama sistemas de signos elaborados intelectualmente”.

Manuel Delgado Ruiz