Adolescencia y territorio

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Una de las últimas partes del cuerpo en terminar de desarrollarse, es el lóbulo frontal del cerebro, que en la especie humana es, con diferencia, el de mayor tamaño y el que además nos diferencia en proporción notable, a la relación que guarda con otras especies, por lo que podríamos decir que de alguna manera nos hace humanos.

El lóbulo frontal, además, es el encargado d los movimientos oculares, que representan un radar importantísimo de la relación entre los estímulos y nuestras reacciones reflejas percibidas especialmente por la vista.  Y, sobre todo, en la parte anterior del lóbulo frontal se aloja la capacidad cognitiva, el control de la conducta y la capacidad emocional. En definitiva, todas las capacidades cognitivas abstractas, esto quiere decir que allí se alojan todos los conceptos que incorporamos en una expresión del lenguaje (palabra, entonación, gesto…) y que convencionalmente nos pone en interconexión con los otros, a través de la comunicación. Y todo esto no termina de desarrollarse, incluso pasado los 20 años de edad.  Por esta misma razón, es que si lo pensamos en función de los momentos evolutivos de los seres humanos, nos podemos dar cuenta que criamos a nuestros vástagos con una determinada cautela que de alguna manera va en función de la madurez de las habilidades del lóbulo frontal.  Las edades sobre la base de las cuales vamos dando determinada autonomía de movimiento y salida a chicos y chicas, tiene también que ver con esto.

Un niño de menos de cinco años, reconoce y recuerda sitios o espacios físicos de dimensión reducida y que visita con asiduidad.  La casa de un tío o de los abuelos, una urbanización cerrada e incluso relaciona paisajes habituales. El camino del cole a casa, lo vive como una película en la que ve pasar imágenes que, poco a poco, y gracias a la repetición cotidiana, asocia con diversas circunstancias, esas circunstancias en una gran parte están en función de elementos y valores compositivos.  Los niveles de iluminación en función de las horas; las estaciones del año; un cartel de publicidad, determinados personajes, etcétera.

El siguiente momento se da cuando los chicos son capaces de disociar, en nuestro ejemplo, los elementos y valores compositivos, de la circunstancia o del paisaje en el que lo conocieron, siendo capaces, gracias a este estado de madurez de reconocer una ruta que va de un punto a otro, independientemente de los elementos que en ese trayecto pueden ser hallados y viceversa, puede reconocer esos elementos, fuera del contexto de ese trayecto, o el trayecto fuera del horario habitual en que se lo hace.

La siguiente etapa es más compleja, puesto que además incluye un ánimo libertario, una condición típicamente adolescente en que, sobre los doce años, despiertan a verse capaces de experimentar el territorio, deambular ejerciendo la total curiosidad en descubrir y que tan pronto como la dominen, su ímpetu de cambio y transformación le provocará protagonizar las más extraordinarias hazañas; Mantener o construir una cultura o una causa política y ejercerla sobre el contexto urbano. Si, estamos hablando de revoluciones, no olvidemos que la historia de la humanidad, moderna, sobre todo, nos ha enseñado que el ímpetu propio de la juventud y sus revoluciones han sido la energía transformadora de los episodios más importantes, al igual que las barbaries más cruentas han sido protagonizadas por decisiones propias, más bien de la adultez.

Recuerdo a un importante escritor contemporáneo en una entrevista, aproximarse al ímpetu propio de esa edad, y de las primeras salidas de los niños que empiezan a ser jóvenes, planteando un símil con la berrea propia de los ciervos. En ella, es importante reconocer que el instinto hormonal propio del apareamiento de esta especie, les obliga cercar el territorio estableciendo una zona restringida a otros machos y que generalmente tiene que ver con las reservas del alimento y el agua, para atraer a su hembra para el apareamiento.

Los elementos simbólicos que intervienen en este performance natural, me obliga a pensar en los adolescentes sueltos conquistando su ciudad. Deambulando, caminando la ciudad para dominarla, para hacerse con ella como un recurso propio de su instinto y en la compañía de sus iguales.  Los amigos, un precedente de la tribu y todo esto tiene mucho que ver con la manera cómo entendemos la libertad y el ejercicio de ella. Bauman explica la libertad desde la base clásica de la ausencia de compromisos y vínculos, mientras que Byung-Chul Han, relaciona la libertad con la ausencia de miedos producto de los vínculos y la integración, esa camaradería que nos permite sabernos “parte de”, yo diría que es un germen de comunidad. Han lo explica desde una metáfora entre el turista, quien transita en un aquí y ahora, a otro aquí y ahora, atomizando de esta manera la dimensión espacio-tiempo y permitiendo que eso genere una forma de vida constituida por una desaforada sucesión de acontecimientos que carecen de sentido, más allá del propio consumo.  Mientras que la figura que se le contrapone es la del caminante o peregrino, quien transita desde un inicio a un final, lo cual hace que el fundamento del provecho sea el trayecto, concibiendo así una dimensión espacio temporal que genera inquietud y curiosidad por lo que vendrá luego, hay una confirmación de un ayer y un mañana, un aquí y un más allá, que nos generan unas ganas de ser descubiertos, de ser finalmente vividos.  Esta metáfora, tanto como la posibilidad de vernos en los pies de un adolescente, es una firme invitación a la contemplación de una vida vivida con disfrute y contemplación y sobre todo alejada del consumo irracional tan propio de estos días.

Consumo, turismo y ciudad.

Imagen: joaquinhidrobo.com